Andrés Portillo: el guardián del ‘diamante’ de los Mets de NY

Con más de una década de experiencia como groundskeeper ha pasado de las ligas menores en El Paso y Las Vegas hasta llegar a las Grandes Ligas

En el Citi Field, casa de los Mets en Nueva York, miles de aficionados ponen la mirada en el pitcher, el bateador o la pizarra. Pero hay un trabajo invisible que sostiene cada jugada, un oficio sin el cual el espectáculo no existiría. Ahí, entre montículos, zacate y tierra roja, está un juarense que ha hecho de los campos de béisbol su vida.

Con más de una década de experiencia como groundskeeper (jardinero), Andrés Portillo pasó de las ligas menores, con los Chihuahuas de El Paso y el equipo de Las Vegas, a las Grandes Ligas. Su labor es silenciosa, pero vital: preparar el terreno de juego para que los profesionales brillen. “Lo ideal es que no se note nada. Cuando nadie habla del campo, significa que todo está bien”, resume con orgullo.

Su rutina va mucho más allá de cortar césped. Se encarga de mantener el montículo, el plato de home, el delineado y hasta la limpieza de los pads que rodean el estadio. Incluso los patrones del pasto (esas figuras geométricas que parecen puro adorno) cumplen una función: sirven de guía táctica para jugadores y coaches.

El salto de AAA a MLB no fue sencillo. En ligas menores, recuerda, había menos personal y más presión individual; en Grandes Ligas, el reto es la perfección diaria. Y además, el cambio de ciudad trajo sus propias batallas: “El clima de Nueva York es extremo. La nieve, la humedad… nada que ver con Juárez”. Sin embargo, supo adaptarse, apoyado siempre por su esposa Steph, a quien describe como su mayor cómplice.

El béisbol también le cambió la mirada. Como aficionado, antes se emocionaba con cada batazo; ahora, cuando ve un juego, nota si un pedazo de césped fue reemplazado o si el terreno está maltratado.

 “Ya no lo disfruto igual, pero me llena saber que mi trabajo impacta en el desempeño de los jugadores”, comenta.

Fuera de la temporada, los retos no disminuyen. Cuando no hay partidos, hay conciertos, nieve que retirar o fertilizantes que aplicar para proteger la cancha. Todo con la misma precisión que requiere un juego oficial. Y cuando logra un respiro, encuentra su escape en la música: formó una banda con compañeros del estadio, una segunda pasión que equilibra las largas jornadas.

A quienes quieran seguir sus pasos les advierte que no es fácil: “Es un deporte largo y el trabajo es todavía más largo. Tienes que ensuciarte, viajar, mudarte. El sueldo no siempre es el mejor al inicio, pero las oportunidades de crecer están ahí. Eso sí, tienes que amar el béisbol”. La comunidad de groundskeepers, añade, es pequeña y unida, donde las recomendaciones y el compañerismo son clave.

Aunque sueña con seguir creciendo, no olvida sus raíces, pues agradece a su familia todo el apoyo que recibe de su parte. Mantiene contacto con equipos anteriores, aconseja a quienes lo buscan y siempre recuerda de dónde salió: de Ciudad Juárez, tierra donde aprendió a amar el béisbol y que lo impulsa a seguir en un escenario mundial.

Su presencia en el diamante neoyorquino confirma una verdad sencilla pero poderosa: el béisbol no solo se juega con guantes y bates, también con manos que preparan la tierra, riegan el pasto y hacen que todo luzca perfecto.

Y en esas manos, discretas pero firmes, está el orgullo de un juarense que encontró en las Grandes Ligas su propio lugar en la historia del juego.