
Un comedor que llena más que el estómago
En tiempos donde las estadísticas suelen hablar más alto que las historias, el comedor comunitario de Riberas del Bravo recuerda que alimentar a una infancia con comida caliente también es alimentar su esperanza. Aquí no se trata solo de llenar platos, sino de construir futuro
En la escuela Francisco González Bocanegra, de la colonia Riberas del Bravo, etapa 9, al oriente de Ciudad Juárez, todos los días se encienden los fogones antes de que suene la campana de entrada. A esa hora ya hay manos lavando arroz, picando verdura y preparando avena. Son madres voluntarias, vecinas del mismo barrio, que cocinan para decenas de niñas y niños de primaria. Lo hacen en un espacio levantado a pulso por la comunidad: un comedor escolar que nació de un programa institucional, pero tras el abandono del mismo, se mantuvo de pie gracias a la urgencia compartida de que sus hijos comieran algo caliente.

La historia de este comedor es, sobre todo, la historia de resistencia y dignidad de quienes lo sostienen. Comenzó con fogones prestados y tortillas compradas entre todos. Y aunque al principio fue una profesora, Elizabeth Nieto Sánchez, quien tomó la batuta, pronto se volvió un esfuerzo colectivo: “Fueron los mismos padres quienes me empujaron, quienes me dijeron ‘vamos a hacerlo’”, recuerda ella.

El camino no ha sido sencillo. En más de una ocasión han enfrentado lo que muchos verían como derrotas: robos, incendios, abandono institucional. La cocina original fue quemada, y por un tiempo no hubo ni cazuelas ni paredes donde guarecerse. Pero incluso en esos momentos, la comunidad se mantuvo de pie.

Y siguieron. Con ayuda de Oxfam International, se reconstruyó el espacio que hoy da servicio a decenas de niñas y niños de entre 6 y 12 años. Sin embargo, no solo con la estructura pueden comer las infancias y el contenido de los platos lo ha puesto la comunidad.

Además, no sólo se trata de repartir alimentos: el comedor también es una herramienta pedagógica. Desde que funciona con regularidad, se han documentado mejoras tangibles en talla, peso y aprovechamiento escolar.
“Cuando un niño come, su cuerpo cambia. Su manera de aprender cambia. Su vida cambia”, dice Elizabeth. Asimismo, este lugar se convierte en un espacio de contención. Hay días en que los niños llegan con tristeza, o con hambre de otra clase. “Hay chicos que no tienen familia presente, que no saben leer en sexto grado, que llegan con el alma enredada. Aquí se les cuida, se les abraza, se les da un lugar”.

Para la maestra Elizabeth, eso es lo más gratificante: “Cuando un niño come, tiene otra perspectiva. Tiene otra oportunidad”.
Cada día que el comedor abre, lo hace gracias a la voluntad de mujeres que, entre sus trabajos y sus propias familias, se turnan para cocinar. Esa participación, sin embargo, no siempre es constante: “Muchas de las voluntarias encuentran un empleo y, claro, no les puedo pedir que se queden. Ellas también necesitan llevar dinero a su casa”, dice la profesora. Aun así, el comedor no deja de operar. Si falta alguien, otra persona llega. Y si no hay suficiente, se improvisa. “Como la sopa de piedra”, bromea la maestra: “Empezamos con lentejas, luego le pusimos chorizo, luego tocino… hasta que ahora hasta los maestros vienen a preguntar qué hay de comer”.

Hoy, el comedor sobrevive con apoyos esporádicos del Banco de Alimentos y, sobre todo, con la terquedad de quienes creen en él. “Esto es un proyecto autogestionado. Aquí nadie viene a mandar, ni a pedir permiso. Aquí todos ponemos algo: tiempo, manos, ingredientes, amor”, resume la maestra. Por eso le duele cuando alguien propone convertirlo en otra cosa. El año pasado, durante una licencia temporal, se enteró de que alguien quería usar el comedor como clínica. “Me revolcaba de coraje. Esto lo construimos entre todos, con lo poquito que teníamos, sin pedirle nada a nadie”.

A pesar de todo, la visión no se agota. La maestra sueña con ampliar el horario, atender a los niños del turno matutino y, por qué no, reproducir el modelo en otras escuelas. Cuando se le pregunta qué le pediría a la comunidad en general, Elizabeth lo piensa un poco. “No me gusta pedir. Me cuesta. Pero si algo diría es: vengan. Vengan a conocer este proyecto. Apóyenos con su presencia. No sólo con dinero. Vengan a ver cómo se hace comunidad. Porque aquí no sobra nada, pero tampoco falta corazón”.

Y como bandera, tres palabras que ella repite con claridad: rebeldía, resistencia y revolución. “Pero no de violencia (aclara), sino de conciencia. Yo creo en la paz. Pero también creo que la paz se construye. Con hechos. Con comunidad. Con frijoles calientes y respeto por los demás”.

